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EL FASCISMO INIMAGINABLE: LA CASA BLANCA EN LAS SERIES DE TELEVISIÓN EN LA ERA TRUMP.

Oswaldo Zavala. Cortesía Proceso
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El presidente Donald Trump ha mostrado los límites de la supuesta democracia estadunidense. Uno de ellos es la incapacidad histórica de los ciudadanos de ese país para aceptar que su gobierno podría convertirse en una dictadura fascista. Propongo comentar el modo en que esa resistencia ha sido internalizada sintomáticamente por los campos de producción cultural al grado de que imposibilita siquiera imaginar el fascismo desde Estados Unidos.

 

En medio de uno de los mayores escándalos en la historia de la política estadunidense, Trump ha sido investigado por su aparente colusión con el gobierno de Rusia para interferir en la elección presidencial de 2016. La investigación, dirigida por el fiscal especial Robert Mueller, duró 664 días –cuatro veces más larga que la de Watergate, el escándalo que puso fin a la presidencia de Richard Nixon en 1974– y concluyó con un reporte de 448 páginas que fue

dado a conocer el pasado 18 de abril. El fiscal Mueller no encontró vínculos de colusión entre el presidente y el gobierno ruso, pero sí registró los intentos del presidente Trump por detener la investigación, lo cual podría implicar delitos por obstrucción de justicia.

Pero como se anticipaba, William Barr, el titular del Departamento de Justicia, leal a Trump, se apresuró a distorsionar el contenido del reporte para exonerar a su jefe. Encima, la Cámara de Representantes, aún controlada por los demócratas, tampoco ha sabido proceder legalmente. Los diputados se confrontan con una regla no escrita en la política de ese país: no es posible emitir un indictment (una acusación formal) en contra de un presidente en funciones. Se refuerza así una máxima del gobierno de Nixon: lo que el presidente hace nunca puede ser ilegal.

 

Esa razón esgrimida es parte de una tradición política que, aunque carece de fundamento constitucional, detenta un peso simbólico hasta ahora insuperable. De hecho, como admitía desde el año pasado uno de los analistas del Washington Post, ante tal incertidumbre legal “no hay manera de decidir este debate” porque ni aun la Suprema Corte de Justicia de ese país se ha pronunciado al respecto.

 

No debe sorprendernos del todo que Estados Unidos, el agresivo poder imperial que se arroga el derecho de sojuzgar presidentes de cualquier región del mundo, sea incapaz de mirarse en un espejo. Como explica el historiador Greg Grandin, la sociedad política estadunidense está construida desde una mitología nacionalista que justifica la constante expansión de su dominio. Hasta el gobierno de Trump, afirma Grandin, Estados Unidos seguía atrapado en el mito de “una nación que creía que había escapado de la historia o que por lo menos avanzaba por encima de la historia”.

 

Aun con la satrapía del gobierno de Trump, el mito persiste y

se expresa mediante un pernicioso imaginario político que no

admite presentar cargos a un presidente que todavía no deja

la Casa Blanca. En la sociedad civil, ese imaginario marca

también los límites del espacio sociopolítico, allí donde la

clase creadora prefiere permanecer en los bordes de lo

aceptable, o como diría el filósofo francés Jacques Rancière,

de lo que resulta legítimo ver, oír y decir.

 

Los PRODUCTOS CULTURALES DE CONSUMO MASIVO nos

sirven como indicadores del profundo efecto hegemónico

del autocomplaciente imaginario nacionalista de Estados

Unidos. Como se sabe, el poder presidencial ha sido objeto

de incontables representaciones en películas como The

American President (1995), dirigida por Rob Reiner, y Air Force

One (1997), dirigida por Wolfgang Petersen. En ambas, el

presidente estadunidense –interpretado por Michael Douglas

y Harrison Ford, respectivamente– además de un atractivo hombre blanco, es intelectualmente superior y progresista, el máximo ejemplo de una ética de trabajo valiente e incluso temeraria.

 

En su libro The American President in Film and Television, el académico Gregory Frame explica que la ficcionalización del poder presidencial estadunidense obedece a un arquetipo que en las series de televisión se asocia con una recurrente “marca” que proviene de una muy depurada lista los más importantes iconos de la historia de ese país: el primer presidente, George Washington (1789-97), que lideró la guerra de independencia; el presidente Abraham Lincoln (1861-65), que abolió la esclavitud, y Franklin D. Roosevelt (1933-45), el presidente que sacó a la sociedad estadunidense de la peor crisis económica de su historia. Esta mirada sesgada de las películas y las series, dice Frame, “o tiene poco que ver con conceptualizaciones del verdadero presidente, o la relación entre lo real y lo ficticio es en sí mucho más compleja”.

 

Esa complejidad puede apreciarse sobre todo en las series de televisión de las últimas dos décadas, cuando advertimos que en la frontera exterior del discurso nacionalista estadunidense existe un punto ciego que sólo en la época de Trump comienza a ser visible: EL FASCISMO COMO UNA POSIBILIDAD REAL Y LATENTE EN LA PRESIDENCIA DE ESTADOS UNIDOS.

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