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AGNES VARDA, LA MADRE DE NOUVELLE VAGUE.

PARTE II

Oscar Rodríguez Gómez
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proyectores la papa, el comestible más modesto, el más pobre, el que no se mira.

 

Dualista y versátil, Géminis del 30 de mayo, su pasión eran las playas. En 2008, rindió homenaje a las playas de su vida y al más querido de sus muertos, su partner y marido Jacques Demy, en la cinta “Las playas de Agnès” que recibió el César, premio de cine francés, al mejor documental. El film es un autorretrato que muestra las playas de Bélgica de su infancia, las de California y las de Noirmoutier, donde iba de vacaciones. Las últimas imágenes la muestran sola, en una silla, salpicada por las olas.

A su compañero fallecido en 1990, director de “Las señoritas de Rochefort”, Varda le consagró una trilogía. Tuvieron un hijo, Mathieu Demy, convertido en actor, y Rosalie Varda, adoptada por Demy, quien trabaja actualmente en la empresa que gestiona los filmes de sus padres. Agnes recibió en 2015 una Palma de honor en el Festival de Cannes por su trayectoria. En febrero de este 2019, presentó en la Berlinale su último documental, “Varda por Agnès”, al que consideraba una forma de decir adiós a una dilatada trayectoria guiada por una curiosidad inagotable por las vidas ajenas y por la voluntad de renovar los anquilosados códigos del cine, que la llevó a difuminar la frontera entre ficción y documental.

 

Pese a su edad avanzada, la directora visitó hace poco más de un mes el Festival de

Berlín, donde su “auto biopic” es más bienun documental en forma de Clase Magistral

–la directora prefería llamarlas “causeries”, o en español “charlas informales”–, en

el que pasaba revista a sus películas y resolvía los equívocos sobre su obra. Varda

sentaba cátedra sin levantar la voz, demostrando otras maneras de ser un autor o

incluso un genio.

 

Durante la Segunda Guerra Mundial, la familia Varda se refugió en Sète, en el sur de

Francia, donde la joven Agnes demostraba interés por el arte, en especial la fotografía

y la literatura. Su amistad con Jean Vilar, oriundo de esa ciudad pesquera y gran

renovador del teatro francés, propició que fuera contratada como fotógrafa oficial del

Festival de Aviñón y del Teatro Nacional Popular, que aspiraban a acercar el arte a la

clase trabajadora con obras donde la calidad y la accesibilidad no estuvieran reñidas.

Varda solía decir que esa experiencia resultó fundamental a la hora de definir su

registro como cineasta.

 

Su debut en largometraje “La Pointe Courte”, rodada en escenarios naturales de Sète,

artesanal y con un presupuesto ínfimo, fue una cinta modesta que alternaba relatos

locales con el diálogo de una pareja en crisis, resultó ser la prefiguración de la

Nouvelle Vague, al ser filmada cinco años antes que “Sin aliento” y “Los cuatrocientos

golpes”, mientras Truffaut y Godard todavía se dedicaban a la crítica de cine. Con esa

película “libre y pura”, como la definió André Bazin, la joven directora aspiraba a

adaptar al cine “las revoluciones literarias” de Brecht o de Faulkner, fracturando el

relato clásico y persiguiendo un tono “objetivo y subjetivo” que dejaba al espectador “la libertad de juzgar y participar”. Todo ello lo llevaría a la perfección en 1962 con “Cleo de 5 a 7”.

 

La lucha feminista y el interés por los asuntos sociales, el combate ecologista, la crítica al consumismo desaforado de nuestro tiempo con la que defendió el reciclaje y la frugalidad como posible salvación, constituyeron las líneas directrices de su filmografía. En la mencionada “Las playas de Agnès” (2008), analizó su trayectoria en paralelo a su biografía, demostrando queel cine y el vida eran, para ella, una misma entidad. No por casualidad, su productora, Ciné-Tamaris, al mando de su hija Rosalie, estaba instalada en el mismo callejón que su casa.

 

Cliente distinguida del Jet Set europeo, en cualquier inauguración parisina no costaba reconocerla entre la multitud, pese a su escasa estatura, gracias a su inimitable corte de pelo, un tocado bicolor tan original como todo lo que hacía. Y a una sonrisa indeleble que, muchas veces, resultaba de un exotismo radical en el país que Varda escogió como patria. Aunque ese carácter afable no impedía que fuera implacable y autoritaria en sus rodajes, como demuestran algunas imágenes de archivo. En un momento conmovedor de su última película, la directora pide disculpas a una de sus actrices, Sandrine Bonnaire, por haberla tratado con injusta aspereza treinta años atrás.

 

Varda fue una personalidad solar, aunque también tuvo sus eclipses. En 2005, su instalación “Las viudas de Noirmoutier” reflejaba las vidas de mujeres de marineros que hablaban de la soledad y del luto. “Nadie quiere escuchar a las viudas, son una categoría social incómoda”, decía esta directora que siempre estuvo “del lado de los marginados y los forajidos”. En los últimos segundos de metraje, Varda se sentaba frente a la cámara y lloraba desconsolada, destapando sin pudor lo que se escondía detrás de ese disfraz colorista que se hizo a medida. Era una imagen terrible e imborrable, que ni siquiera su muerte conseguirá llevarse.

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Cineasta comprometida, Agnes Varda rodó varios documentales políticos como “Hola, cubanos” (1963), “Black Panthers” (1968) o el filme colectivo “Loin du Vietnam” (1967). Se sumó además a la causa feminista sobre el aborto con “Una canta, la otra no” (1977). Filmando a una artista hippie en San Francisco (“Tío Yanco”, 1967) o a los muralistas de Los Ángeles (“Mur Murs”, 1981), la cineasta siempre dio muestras de tener gran curiosidad por los demás.


Su vertiente social se expresó en particular en “Sin techo ni ley”, León de Oro en Venecia 1985, un largo flashback que recorre los últimos días de una joven marginal, hallada muerta de frío. Con “Los espigadores y la espigadora” (2000), Varda ilustró a los pobres que recuperan en los campos y los mercados las verduras olvidadas o no vendidas; fue ocasión para enfocar con los

 

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