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¡MAYALL VIVE! EL MENTOR CUMPLE 85 Y CELEBRA LOS 50 DE SU OBRA MAESTRA, “THE TURNING POINT”. Parte Uno.

Oscar Rodríguez Gómez
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“Odio el rap con una vehemencia nunca vista / no puedo evitar ser como soy porque nací así”, canta John Mayall, padre del blues del blanco, en “That good old rockin’ blues” de 2009, en cuyos versos confiesa su aversión hacía el hip-hop. Por la relevancia de su currículo, puede y tiene que diatribar así. 85 años dan para mucho, aunque vayan todos en la misma dirección. Mayall celebra con una gira su  cumpleaños número 85 y no tiene interés alguno porque sea la última y ni él mismo se atreve a precisar cuántos discos hay en circulación con su nombre en la portada, aunque rondan los sesenta y tantos.

 

Nacido en 1933 en MacClesfield, Cheshire, UK, John Mayall vivió de niño la Segunda

Guerra Mundial, y ya practicaba la prédica de los 12 compases antes de amalgamar el

boom del blues británico en los sesenta al frente de los Bluesbreakers. “Crecí con los

discos de 78 revoluciones de mi padre sonando a todas horas. Eso activó un resorte

que me llevó a desarrollar este romance”, dice alguien al que ese amor le mantiene

tan activo como hace casi sesenta años.

 

El concepto de “humildad”, convertido por el cristianismo en caballito de batalla del

control social (“los humildes heredarán la tierra”), fue resemantizado por siglos de

esclavitud en el Sur feudal de Norteamérica para acabar dando vida, amalgamado con

la sensibilidad ranchera de los blancos, al Rock and Roll. En este sentido, el blues ha

sido siempre un lenguaje “humilde” formulado por tipos humildes que retratan

episodios de dolor o cantan los valores del esfuerzo y la rebeldía. Y bajo esos

preceptos se sigue manejando el genio de Cheshire, que en un concierto como con los que celebra su cumple, dispone de dos pequeños teclados en el centro de la escena, desenfunda una armónica cuando la ocasión lo merece y vuelta a la lira compañera de su vida.

 

En sus conciertos de este 2019, el bisabuelo de, por ejemplo, John Mayer -quién con su juventud y voz negroide revitalizó en California al Grateful Dead y con Bob Weir lleva la navegación de Dead & Company- deja Mayall amplio margen de operaciones a su pequeña orquesta, integrada por el bajista Greg Rzab, el baterista Jay Davenport y la guitarrista y cantante Carolyn Wonderland, pionera entre las blueswomen y aspirante a portavoz de la eterna juventud. Carolyn brilla con la expresividad de la guitarra y le asiste un vozarrón monumental. Nunca había trabajado Mayall con una mujer, pero hace tiempo que es lugar común afirmar que las barreras de género siguen cayendo.

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No es sospechoso que el gran Mayall tenga estrecheces mentales, en este caso de género. Sus chavas en stage se limitaban a coristas. Le avala para ello su formación. John tuvo en los años sesenta del siglo pasado el mismo privilegio de otros músicos británicos: respaldar a leyendas estadounidenses del blues como su luego amigo John Lee Hooker, T-Bone Walker o Sonny Boy Williamson en las primeras giras de estos por el Reino Unido. “Nos enseñaron mucho, sobre todo de la dinámica del escenario”, recuerda.

 

Nunca quiso Mayall ejercer de súper estrella, pese a que los escenarios le conocen desde ¡1956!, y su padrinazgo sirvió para popularizar, a través de los Bluesbreakers, a unos tales por cuales Clapton, Peter Green y Mick Taylor, super requintistas todos ellos, además de un sinnúmero de otros músicos. A pesar de esa ausencia de pedestal, sorprende verlo firmando y hasta cobrando personalmente sus discos en el tenderete de la entrada del teatro madrileño donde dio un concierto el fin de semana. Un show en el que no se encasilló en repertorio alguno, ni se ciñó a los años de gloria, sino que aplicó el criterio de que su último álbum “Nobody told me”, es el mejor.

El godfather del blues británico es un escritor nada despreciable a pesar de no haber concebido nunca un single de éxito (su auge en listas siempre ha sido en formato largo), y que encuentra musas en la actual realidad. “Abundan las observaciones políticas en la rola ‘World gone crazy’, igual que hice en 2009 con “Tough times ahead”, dice. Canciones de un mundo desquiciado y la de los tiempos duros, en la senda de otras ondas suyas setenteras inspiradas en la crisis del petróleo o el impeachment a Nixon. Que Trump ponga a remojar su barba.

 

Al bluesman de Cheshire, el condado de Lewis Carroll y su célebre gato, le encanta la experimentación: ofrece obras en las que el blues se empapa de jazz; o se desenchufa, como en los dos brillantes trabajos acústicos y sin batería (“The turning point” y “Empty rooms”) en tiempos de su traslado definitivo a California al acabar los sesenta. Pasó, entre otras cosas, de ser el que descubría viejos vinilos a su amigo Paul McCartney en Londres, a conocer el meneo de la mansión de Frank Zappa en Laurel Canyon, en su amado Los Ángeles, en cuyo honor hizo sus máximas sicodelias, “Bare Wires” y “Blues from Laurel Canyon”.

 

En 1969, Mayall ya poseía una trayectoria fructífera y cargada de varios álbumes

esenciales del blues y del rythm & blues británico. Al final de esta década,

decide cambiar su orientación musical, a raíz de sus constantes giras y vivencias

personales en los Estados Unidos. Impregnado de la contracultura hippie, crea

un grupo con una suave orientación blues, eliminando un instrumento tan

indispensable como la batería e introdujo los alientos, más allá del sax. Para las

filas de su nueva banda, reclutó al exquisito guitarrista acústico Jon Mark y a un

talentoso bajista de jazz llamado Steve Thompson. A todo esto, se le sumaba el

multi-instrumentista Johnny Almond (flauta, saxos y percusión) y el propio John

Mayall (voz, armónica, guitarra, panderetas y percusión).

 

El álbum “The Turning point”, fue producido y diseñado por Mayall y distribuido

por Polydor. En apenas cuatro semanas de ensayos, se grabó en directo el 12 de julio de 1969 en el teatro “Bill Graham´s Fillmore East” de Nueva York. Y por supuesto, contó la ayuda del prestigioso ingeniero de sonido Eddie Kramer.

Continuará…

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