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“KURSK”: RUSOFOBIA SIN PATRIOTAS, NI YANKEES, NI PERRITO QUE LES LADRE.

Oscar Rodríguez Gómez
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La lucha sorda y letal entre los Imperios registra con “Kursk” un punto de quiebre en los modos de ocupar espacios en la Guerra de posiciones vigente. Ni fuerza bruta, ni espionaje como modo de vida, ni mucho menos políticas torcidas inherentes al pasadísimo stalinismo nunca bien enterrado. A los rusos hay que atacarlos así: un cine alejado dentro de lo posible de la estructura de Hollywood, carencia -por lo tanto- de adversarios inmersos en el imaginario de “lo norteamericano” y un incesante bombardeo al patrioterismo derivado del amor a la “madre Rusia”, por la qué hay que sacrificar todo.

 

Decía el mismísimo Sergei Einsestein que, durante el rodaje de

“¡Que viva Mexico!” (C. 1935), encontraba similitudes básicas entre

los pueblos mexicanos y ruso: individualidad hasta lo sublime y

colectividad hasta el sometimiento.

 

Dogma 95 fue un movimiento fílmico vanguardista, iniciado en 1995

por los directores daneses Lars von Trier y Thomas Vinterberg,

quienes crearon el Manifiesto del Dogma 95. El movimiento fue una

propuesta enraizada en Europa y en el autodenominado «complejo

danés» que surgió con la idea de plantear algo similar al retorno de la Nouvelle Vague, hazaña iniciada por Jean Luc Goddard a mitad del siglo XX y que es piedra angular del cine en su conjunto.

 

 Las reglas que establecieron en Dogma servían para a hacer un cine inspirado en los valores tradicionales de historia, actuación y tema, y que excluía el uso de elaborados efectos especiales o tecnología. La cámara al hombro, única posibilidad de cumplir con el nuevo canon. La primera de las películas Dogma (Dogma #1) fue “La celebración” (Festen, 1998), de Thomas Vinterberg. Fue aclamada por la crítica y ganó un Premio del Jurado en el Festival de Cannes de ese año.

 

Quién le ha visto y quién le ve a Vinterberg 20 años después de rodar una de las grandes obras maestras del cine danés, se sorprende de sus ires y venires. Del 'Dogma 95' a una superproducción europea -si es que se puede pensar en ello comparado con el cine americano, ese pleonasmo-, impulsada por Luc Besson, probablemente el director continental más hollywoodense. Del rechazo a los efectos especiales, los filtros y la adulteración del espacio-tiempo a un drama de catástrofes con explosiones, submarinos nucleares reconstruidos a punta de pixeles y un capital humano que se cuenta por centenas, suena a claudicación, si no sacrilegio, por parte de un Vinterberg que ahora resulta rusófobo en un proyecto por encargo.

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Pero sus motivos subyacen justo en el zeitgeist, que ya alcanzó a Netflix con su al principio sorprendente “Stranger Things”, que en su tercera temporada mantiene como fondo una conspiración rusa para controlar el “upside down”. Lo mismo ocurre en las epopeyas galácticas, donde el poderío Chino es determinante por sobre el ruso y juntos, gringos y chales, festejan victorias sobre alienígenas. Los rusos, conspirando.


Es difícil ubicar las aspiraciones comerciales de 'Kursk'. Por un lado, la decisión de contratar a un autor como Vinterberg, vinculado a un cine más personal, podría atraer al público más cinéfilo y minoritario, pero también alejar al público mayoritario con un punto de vista más íntimo y reticente al cine de catástrofes más

espectacular; por el otro, la decisión de rodar la película íntegramente en inglés —y su consecuente amalgama de acentos impostados y desconcertantes— puede ahuyentar a los espectadores acostumbrados al cine en versión original, pero da más opciones a recuperar un presupuesto de 17 millones de euros.

 

La historia ya conocida indica que en agosto de 2000 el submarino ruso Kursk, con capacidad nuclear, explotó en altamar y se hundió mientras hacía ejercicios de guerra. Murieron sus 118 tripulantes. Sin embargo, se sospecha que una veintena sobrevivió a lo largo de una semana, antes de sucumbir a la falta de oxígeno. Vintenberg condensa las horas de angustia que pasaron los marinos atrapados en un compartimento de la nave, en espera de ser rescatados. La misión para recuperarlos con vida fracasó, principalmente, por motivos políticos y por negligencia burocrática de los más altos funcionarios de Rusia. Hasta parece declaración del defenestrado Bolton.

 

Apadrinado por Luc Besson como productor, el director Thomas

Vinterberg hace su propia lectura de la catástrofe en las frías aguas

del mar de Barents, con una muy bien informada descripción de los

procedimientos, usos y costumbres de los ocupantes de una nave

con capacidad nuclear, que se prepara a hacer ensayos balísticos. La

precisión del relato y su excelente documentación crean un universo

que gana en verosimilitud y credibilidad.

 

Es asfixiante y opresivo -especialidad de Vinterberg- el ambiente en

el que viven los hombres que viajan en los estrechos aparatos

bélicos que “patrullan” las aguas del mundo. La tecnología con la

que son desarrollados los letales armatostes, es la más avanzada del

mundo. Rusia es líder en esa industria. Por eso, luego del accidente,

el gobierno se niega a recibir ayuda del extranjero. Mentira. Los

mismos parlamentos dan cuenta de la miseria en que vive la marina

rusa. Y lo dicen tan bien y se semeja tanto al sistema burocrático mexicano que fácil uno se la cree.

 

La vida de los hombres atrapados en el Kursk depende de la rapidez con la que sean rescatados. Allá abajo, entre todos, hacen esfuerzos denodados por superar la desesperación, el cansancio y el frío terrible que se vive sin calefacción. Mientras, en la superficie, sus superiores deliberan y se niegan a aceptar ayuda del extranjero. No pueden someter a semejante humillación al pueblo ruso. No pueden dejar que los aliados de la OTAN intervengan para solucionar lo que el poderoso oso ruso no puede hacer.

 

Bajo el agua, los marinos luchan por sus vidas, y en tierra firma sus mujeres y demás familiares agonizan en la desesperación de observar la lentitud con la que se mueven las autoridades y la forma tan cínica con la que pretenden engañarlos y convencerlos de que los muchachos pronto serán regresados sus hogares. ¡Ah que diantre de similitudes con las desgracias a trabajadores mexicas!

 

El caso es que la mejor parte de la historia se la lleva la Royal Navy al resultar la buena conciencia -no americana, se insiste- sobre los nefastos resultados de la combinación de la política en los esfuerzos humanitarios. Los valerosos marinos hicieron su mayor esfuerzo, pero los funcionarios bloquearon la “generosidad de los países de occidente”, que tenía una tecnología mejor y más efectiva y que pudo haber dado más esperanza a los sobrevivientes. Entonces, ya no fue la rusa la mejor…a qué contradicción.

 

En las tablas, lo mejor de la cinta. Max von Sydow, a sus 90 años de edad, vuelve a dar cátedra frente a la cámara. Interpreta, con tremenda elocuencia, al insensible y soberbio almirante Petrenko, de quien depende la decisión de permitir que la ayuda extranjera llegue. Es tan odioso, en su papel, que al final termina generando desprecio y repulsión.

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El reparto mezcla a actores europeos de prestigio pero no excesivamente llamativos para el público mayoritario: los alemanes Matthias Schoenaerts, Peter Simonischek y Matthias Schweighöfer, el mencionado sueco Max von Sydow y la francesa Léa Seydoux (una chica Bond devenida en matrioska) entre otros, que imitan con más o menos pericia el acento ruso. Aun así, tanto la bella Seydoux como Schoenaerts demuestran como protagonistas que son dos de los mejores intérpretes de sus respectivas generaciones. Pero, sin duda, la cara más conocida es la de Colin Firth en el papel del capitán de navío de la marina inglesa David Russell.


Y por fin he aquí el autor del guion. Si, es norteamericano y formado en la escuela de Steven Spielberg, se llama Robert Rodat y se hizo famoso por 'Salvar al soldado Ryan' (1998). Sin embargo,

Rodat se basó en el libro del periodista de investigación Robert Moore 'Kursk: la historia jamás contada del submarino K-141'.

 

También por fin en lo del lenguaje de la cinta, Vinterberg recrea el hundimiento del  Kursk en una tragedia fragmentada en tres espacios: el interior de la nave, el puerto desde el que zarpó —donde aguardan las familias de los marineros— y las embarcaciones de la Royal Navy, donde los mandos ingleses esperan los permisos para participar en el rescate. En vez de explotar la acción típica del cine bélico o de catástrofes, Vinterberg prefiere subrayar el drama familiar y alternarlo con las secuencias de la lucha por la supervivencia de los tripulantes del Kursk.

 

La película comienza con el retrato de la cotidianidad íntima y familiar de Mikhail Averin (Schoenaerts), su mujer Tanya (Seydoux) y su hijo pequeño. Las vidas de los marineros en la Rusia postsoviética están marcadas por la pobreza, pero también por la camaradería: Mikhail y su grupo de amigos venden sus valiosos relojes para comprar champán para la boda de uno de ellos. Una anticipación de que la crisis económica del país y su falta de recursos jugará un papel fundamental en el desenlace de la historia.

 

Esa cotidianidad, a la que también pertenecen las maniobras militares en las que participaba el submarino, se rompe de manera abrupta —resaltada por la decisión de Vintenberg de interrumpir el desarrollo de la escena de manera súbita— con la explosión del primer torpedo, cuando 'Kursk' salta al género catastrofista. Y mientras la factura de las tomas interiores cumple sobradamente los estándares de Hollywood, los efectos especiales de las escenas submarinas no le llegan, por ejemplo, a las logradas por la insuperada “Das Boot” (1981) de Wolfgang Petersen.

 

Aun así, el cineasta consigue sortear la desventaja de un desenlace conocido para la mayor parte de su público potencial atendiendo a la representación cinematográfica de valores como la valentía, la lealtad, la fraternidad, la justicia y la entrega. Con todo y la simpatía que se tenga por el pueblo ruso, “Kursk”

encuentra sus virtudes en la radiografía de un país en absoluta decadencia y de una clase política que sacrifica la vida de sus ciudadanos —a los que además engaña y manipula— por mantener un espejismo de orgullo patrio.

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