El que debió ser un bonus disc y que acabó cobrándose como nuevecito, reúne según eso la totalidad de las rolas creadas durante el viaje que significó “Egypt Station”. Van desde las grabadas en estudio, donde destaca la versión larga del hit original de “Egypt…”, la sorprendente 'Get Enough', hasta shows en vivo capturados en conciertos de lo que va del año en Abbey Road Studios, en la aún viva y emblemática The Cavern y hasta en Grand Central Station.
LA PERRA HA VUELTO
“¿Cómo fue tu infancia, Elton?”, pregunta Sebastian Rich en la introducción al Soundtrack Original de “Rocketman”, el cacareado biopic de Sir Elton John quien responde, en voz de Taron Egerton, con chicas del coro y todo:
I was justified when I was five
Raisin' Cain, I spit in your eye
Times are changin' now the poor get fat
De hecho, la película arranca con la llegada de su protagonista a una reunión de alcohólicos anónimos que servirá como hilo conductor para repasar diferentes etapas de su vida. Sin embargo, son las canciones las que sirven para hacer avanzar la trama en lugar de servir como un hecho aislado más o menos memorable. El primer súper número musical, “Saturday night is allright for fighting”, resulta ambientado en un pub victoriano, y no en las entonces nacientes discotheques o de plano en las calles, como lo muestra el cover que a la rola le hicieron The Who.
Y es que Rocketman se aleja mucho de los mejores biopics de artistas musicales de la historia del cine: Bird (1988), sobre Charlie Parker; Last Days (2005), sobre Kurt Cobain; I’m Not There (2007), acerca de Bob Dylan; Control (2007), la vida y muerte de Ian Curtis (Joy Division); The Runaways
TENIS, CINE & ROCK AND ROLL
Página del Oscarito, para leer sin prisa.
INSTAGRAM, SEGÚN FABRIZIO MEJÍA MADRID.
Columna Tiempo Fuera.
A un mes de su publicación en “Proceso”, en el marco de un “antirrusismo” con efecto bumerang en el mundo Pop, como lo demuestra la amistad pregonada entre Vladímir Putin y el tradicional contestatario Oliver Stone y el bombardeo marketing para las series de Netflix “Chernobyl”; la nueva temporada de “Stranger Things” donde los villanos no están en el “upside down” sino en escondidos cuarteles sovieticos en territorio americano (la serie se desarrolla en los 80’s del XX); y el probable fracaso de “Los últimos zares”, vale la pena retener y socializar el siguiente ensayo:
“Si la red social Facebook sirve para comprobar lo aburridos que siguen siendo
tus amigos de la secundaria, y la red de opiniones Twitter para leer a
desconocidos abusando unos de otros, la de fotos, Instagram, se había
expandido como el lugar virtual de la vida como eternas vacaciones. Hasta
esta semana. Resulta que, con el pretexto de una serie de televisión sobre el
accidente de Chernobyl, algunos “influenciadores” –gente a la que otra desea
emular– fueron al lugar todavía radioactivo a tomarse fotografías –incluso
desnudos– para pretender que una selfie entre fierros oxidados y pulsando
todavía con cesio y estronio, dentro de una caseta telefónica abandonada o
delante de la rueda de la fortuna en la desalojada Prípiat, es algo digno de
socializar.
De entrada, los valores del “influencer” quedaron intactos: exhibirse en un lugar tan “exclusivo” que tiene una restricción médica por radiación, pagar por el viaje a una Kiev que no importa en qué país está, y posar ahí, en el centro del desastre, como se hace en la cama de un hotel, en una góndola, en la Gran Muralla. El suceso sigues siendo tú, no el desastre nuclear. El entorno queda banalizado por tu tanga aferrada al muslo del gimnasio. (No exagero: una mujer se retrató en tanga admirando lo que quedó de un edificio de concreto de 1986).
El creador de la serie de televisión, Craig Mazin, al que no podríamos acusar de sobriedad –escribió la película de las lagunas alcohólicas, “¿Qué pasó ayer?”- llamó a tener respeto por la peor tragedia nuclear de la humanidad. Su historia para la televisión no se centra, como sí lo hace la crónica de la premio Nobel bielorrusa, Svetlana Aleksiévich, “Voces de Chernobyl”, en las víctimas, sino en los científicos a cargo de la contención de la radiación y la investigación sobre los responsables. La plataforma televisiva, Netflix, no es culpable del turismo de Instagram que existe sólo para ser fotografiado. Lo es, en cambio, la idea detrás de nuestra cultura hiperfotográfica: la de TRATARSE A UNO MISMO COMO SI FUESE PUBLICIDAD.
La idea de retratarse el trasero en Chernóbyl se vacuna contra cualquier interpretación porque no se pone en juego nada más que una marca, la de la tanga sobre la carne, la más fácil de todas las mercadotecnias. Pero detecto otro malestar cultural más profundo: la angustia por desaparecer. Los siquiatras ya le han puesto unas siglas en inglés, pero usaré “MAPA”, “miedo a perderse de algo”. La furia por estar en lo de hoy, “en tendencia”, le genera a los usuarios de lo instantáneo una vergüenza de no haberlo visto antes de que te lo comenten. Lo “viral” como lo incluyente o excluyente. El “MAPA” sería ese terror a no estar en el mundo, si el mundo es Instagram.
La historia la cuenta el documental “Frye”. Un estafador, Billy McFarland, hace creer a un montón de chavos ricos que lo que está anunciando como un festival de rap y pop existe. Lo hace mediante una serie de fotografías de modelos de Victoria’s Secret posando en una playa de Miami, aunque el supuesto concierto ocurrirá en “la isla de Pablo Escobar en Bahamas”. Ni la isla ni el concierto existen antes de que se hagan realidad a través de Instagram: el anuncio publicitario antecede a la existencia misma de lo que anuncia. McFarland, que ahora cumple una condena en una prisión federal por estafa, falsificación de documentos bancarios, e indemnizaciones no pagadas, había entendido cabalmente al siglo XXI: el empaque es lo nuevo, no lo que
contiene. Unos años antes, en efecto, había vendido tarjetas de crédito negras. Eran tus depósitos bancarios de siempre, sólo que en un plástico que se veía más contundente en color negro.
Esto mismo fue lo que han hecho los productores de computadoras, las automotrices, las que fabrican pantallas, los dispositivos móviles: cada año lo que realmente cambia es el modelo, es decir, la apariencia del mismo producto. Se convierte en una versión más deseable y la que posees es, por consiguiente, obsoleta. McFarland lo entendió y acabó vendiendo miles de boletos de 25 mil dólares a consumidores acostumbrados a confundir la fantasía individual con lo realmente existente. Llegaron a un páramo de grava en alguna isla de Bahamas equipada tan sólo con tiendas de campaña de US-Aid –para los campamentos de refugiados– y colchones empapados por la lluvia tropical de la noche anterior. Sin bandas de música, ni modelos de Victoria’s Secret, ni paseos en yates con estrellas del rap, McFarland sólo les ofreció dos millones de dólares en botellas de alcohol. Sólo así la fantasía puede coincidir con lo tangible.
En “La cultura del nuevo capitalismo”, Richard Sennet escribe: “Podemos sentir un deseo
muy vivo por tener una prenda determinada, pero a los pocos días de haberla comprado y
empezado a usar, nuestro interés por ella decae notablemente. La imaginación tiene su
forma más vigorosa en la anticipación y se va debilitando con el uso. Hoy, la economía
fortalece esta pasión que se autoconsume, tanto en los grandes supermercados como en
la política”. Hacer lo que todavía no se ha hecho, tener lo que todavía no se posee,
anunciar lo que aún no existe, han impactado la forma en que nos vemos a nosotros
mismos como una marca.
En Chernobyl, Instagram confunde el lugar histórico de una tragedia planetaria con el
sujeto que va hacia allá para reafirmar su estatus de marca. Es un páramo de varillas y
concreto radioactivas al que le doto de otro empaque: Yo. No importa el contenido, sólo
la presentación. Y, si las mercancías se venden, también lo hacen los sujetos; su precio
está valuado, no en moneda, sino en “likes” y “seguidores”. No son mercancías ni sujetos, sino marcas.
El talento es “saberte vender”, sin siquiera preguntarte por lo que aportas, sin contenido, sólo los signos vacíos de la seducción: una tanga. Queda borrada la explosión nuclear del 26 de abril de 1986 a la una-23-58 de la mañana, las 70 aldeas sepultadas para siempre, la vida contaminada de uno de cada cinco bielorrusos –la leche de la Conasupo de los niños envenenados por Raúl Salinas de Gortari–, y la perplejidad de Svetlana Aleksiévich: “Lo que impide entender Chernóbyl es justamente la pretensión de colocar Chernóbyl entre las catástrofes más conocidas. Se diría que constantemente nos movemos en la dirección equivocada. Aquí, por lo visto, no basta con la experiencia del pasado. Después de Chernóbyl vivimos en otro mundo, el mundo anterior no existe. Pero el hombre no quiere pensar en ello, porque nunca se ha parado a reflexionar sobre esto. Ha sido cogido por sorpresa”. Al igual que Auschwitz, Chernóbyl no puede equipararse con otros desastres porque uno es el extremo de la ideología y otro, el de la tecnología. Son límites que Svetlana lucha por alejar de cualquier otro evento, incluyendo el desayuno de un “influencer” en la cama de un hotel en Dubai.
Se ha escrito –por ejemplo, Fred Ritchin– que el gran cambio entre la vida y la fotografía es que fuimos del Yo y Tú al Yo-Ello. Implicó mirar con la distancia de la impresión definitiva –hoy, de los pixeles manipulables– al otro. Pero el exceso de Instagram recaba un alejamiento mayor en el que se pierden los contextos, los límites, la historia.
No es, por supuesto, culpa de la plataforma, como no son las mentiras y los abusos verbales contra la gente que se toma fotografías frente a la Torre Eiffel. Es el uso cultural de un sujeto que cree que su valor existe sólo por su propia imagen, por el número de “likes”. Aprecio, sin duda, el carácter democratizador de la “selfie”, en cuanto libera al retratado del técnico, de su encuadre, de su luz y sus pixeles. Pero debo reconocer que, cuando se pierde el sentido de la célebre frase “Sin fotografías de masacres, no existirían las masacres”, por otra que dice “Si no subo mi selfie a Instagram, dejaré de existir”, entraña un abandono del pasado, aunque sea inmediato, a favor de la irrelevancia del instante. Y, ahí, como diría Wim Wenders, todos nos quedamos ciegos.